Su concepción de la Divinidad es muy parecida a la de casi todas las antiguas civilizaciones: hay una deidad que rige sus trabajos, su mística: Huitzilopochtli. Según sus tradiciones, desde las lejanas tierras de Atzlán, sus sacerdotes habrían trasladado la estatua de este Dios, en un peregrinar de más de 150 años. Es el Dios de la Guerra Florida, de la actividad continua, de la victoria que hace florecer el Alma, y de la expansión exterior que procura la conquista de los pueblos que los rodean. Representa al Sol y también al Dios Marte romano. Su divisa, dice Sahagún, es la de un dragón que expulsa fuego por la boca. También se le representa como un colibrí (símbolo del alma) que eleva su vuelo hasta fundirse en la luz de la atmósfera solar. Pero además de esta Divinidad de «Estado», existe toda una concepción filosófica y cosmogónica de un Principio-Uno que gesta todas las cosas, de tradiciones recogidas por los toltecas y que entregaron a los aztecas al ser conquistados por ellos.
Otro concepto de gran profundidad es el de la primera luz (Ceipal) que gesta todas las cosas.
Este Dios es Tloque Nahuaque o Ipalnemohuani. Se le llama Señor (Tlacatle), Dios de la inmediata proximidad (Tloque Nahuaque, dueño de la cercanía –tloc– y del anillo inmenso que circunda al mundo –nahuac–), «Aquel por el que todo vive» (Ipalnemohuani), Noche y Viento (pues como Dios Supremo es invisible como la noche e impalpable como el viento), «El que se forja a sí mismo con el pensamiento» (Moyocoyatzin).
Como todo en la Naturaleza se manifiesta en relación con su opuesto, y la mente humana no puede concebir el uno sin el dos, fue llamado Ometeotl, Dios de la dualidad, que se desdobla en un principio masculino, Ometecutli (Señor Dos), y otro femenino Omecihuatl (Señora Dos), Padre y Madre de todos los seres vivos, que viven en el lugar de la dualidad, el «sitio de nueve divisiones» (los nueve planos de conciencia que dividen la existencia manifestada).
Su pensamiento filosófico está impregnado de poesía y misticismo. Piensan que todos los caminos del hombre se hallan en el seno de lo divino, incluso este lugar, dicen, de corrupción y de tristeza, la Tierra.
Dos son los Dioses que marcan con su vida y hazañas los trabajos que debe realizar el alma para asemejarse más a lo divino, y no volver más a esta tierra:
Huitzilopochtli es la senda de la Guerra mágica, de la Conquista interior. Quetzalcoatl (Serpiente emplumada) es la senda de la Sabiduría y de la purificación del alma.
Huitzilopochtli nace en la Montaña de la Serpiente. Es engendrado por una pluma blanca o una piedra preciosa depositada en el seno de Coatlicue (la de falda de serpientes). Nada más nacer es acosado por sus familiares enemigos, en número de 400 –referencias a la multiplicidad y a la materia, representada generalmente con el número 4–, a los que debe vencer con armas mágicas, dispersar y destruir, incorporando a sus atavíos las armas de los vencidos. Finalmente se yergue victorioso sobre la Montaña de la Serpiente y allí proclama su culto. Representa al Hombre que debe vencerse a sí mismo y superar los múltiples enemigos interiores que tratan de arrebatarle su conciencia y su condición divina.
Quetzalcoatl es un mítico rey de Tula, que en una legendaria Edad de Oro gobernaba con justicia a sus súbditos desde el interior de su palacio templo con columnas de serpiente. «Nunca se le veía en público, sino que vivía en silencio en las sombras de su templo». Pero un día el mago Tezcatlipoca, con un espejo de doble faz, le hechizó. Le hizo ver en este espejo mágico su reflejo material o su doble femenino (Quetzalpetatl, la mariposa de plumas multicolor), de la que se enamoró y con la que mantuvo relaciones sexuales después de embriagarse. Perdida la inocencia, debe trabajosamente convertirla en pureza mediante una serie de trabajos, que incluyen el descenso a los Infiernos y la recuperación de tradiciones mágicas del pasado. Finalmente, se inmola en una pira levantada con sus propias manos y su alma se convierte en la estrella Venus, «el precioso gemelo de la Tierra».
Como la serpiente abandona sus pieles viejas, este héroe-dios nos habla del sendero por el que el hombre, despojándose de todas las impurezas materiales que se le han agregado, vuelve a recuperar su sabiduría primera y luminosa.
Para los aztecas la búsqueda de la verdad, no es simplemente la búsqueda de imágenes mentales que se puedan parecer más o menos a lo real, sino la búsqueda del Ser, de la raíz última, de aquello que otorga la estabilidad. La palabra «verdad» en nahuatl (neltiliztli) tiene la misma etimología que «raíz» o «fundamento».
Según los sabios aztecas, el hombre es la encarnación de una partícula del Espíritu Celeste. El Alma del hombre proviene del Sol y a él ha de volver tras numerosas encarnaciones y pruebas. Por eso al Sol se le llama «el rey de los que vuelven». Su casa es el firmamento y está rodeada de turquesas y de plumas de quetzal de las almas que han regresado a su estado inicial de Unidad.
El hombre en esta tierra es como un «espejismo», como la imagen fugaz de un sueño. Está atrapado en una cárcel de carne y sangre que le impide un conocimiento pleno de la verdad. Dicen sus poetas: «Nadie, nadie, nadie de verdad vive en la tierra». Pues la vida en la tierra es como un sueño del que despertamos con la muerte.
Sí, de un modo más bello y pedagógico que nuestros filósofos nihilistas, muestran la existencia terrestre como algo frágil, perecedero. La vida en la tierra nunca es plena; es, sin embargo, el lugar de prueba, el lugar de aprendizaje y planificación
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